En los grandes episodios y acontecimientos de la vida, allí donde para superar obstáculos o aprender cosas radicalmente nuevas hay que arrancar de lo más profundo la determinación y la energía precisas, surgen el héroe, la heroína, el super ser. Puede que un vendedor de helados o una investigadora del CSIC. Vale cualquiera que perciba la llamada de algo más fuerte que un teléfono o un canal de YouTube. El Destino, por ejemplo.
No se trata de cambiar de sitio el eje del planeta, de abrasar continentes o mudar el color de la piel de nadie, como al parecer logró Faetón en sus desesperados lances previos al gran batacazo. Basta una meta trascendente, un enhebrar de hilos dorados, un aterrizar bien desde el trampolín de hielo o un propósito tal que, si fallara su consecución, nos ponga más tensos que a precisamente Faetón cayendo desde el carro de su padre.
Porque impresiona mucho la tensión gestual de este personaje en una de las acciones más recreadas de la mitología universal. Tirantez digna, claro, de tan ilustre epitafio:
“Aquí yace Faetón, auriga del carro de su padre. Si no fue capaz de gobernarlo, al menos cayó víctima de gloriosa audacia”.
Descripción que podría aplicarse a cuantos han fallecido honorablemente intentando gobernar artefactos que de natural no se dejan gobernar, lista enorme en la que constan Wolfgang von Trips, Alex McLean y tantos y tantos más.
En la caída del osado hijo de Clímene y Apolo deberíamos excluir como causa el fallo mecánico, no sólo porque es contrario a la épica, sino porque el carro es aquí un mero pretexto, añadido al hecho de que siempre fueron peligrosos los carros que vuelan. No así las riendas, o los propios caballos, que dan lugar a la pérdida de control y al propio suceso mítico, al nimio lapsus temerario. Es diferente el caso de los accidentes mecánicos de estos dos últimos siglos: son tragedias en las que el vehículo, el carro, es parte esencial del relato, y por supuesto la habilidad casi extrahumana del tripulante aparece como indiscutible. Aquí es el fallo humano lo que se excluye, al predominar la simple fatalidad, apréciese la diferencia de bulto. La esencia humana siempre por encima de la tecnología, de cualquier tecnología.
Con independencia de todo eso, que Faetón acertara a caerse del carro de su padre con tan gloriosa audacia ha dado lugar a más interpretaciones artísticas y sobre todo pictóricas que la toma de la Bastilla, la rendición de Breda, el santoral cristiano completo o las diversas estampas navales o marineras de la historia del mundo. También está en la música de Lully o Saint-Saëns, y hasta en el mismísimo Romeo y Julieta de Shakespeare. Qué fecundidad. La rarísima y moderna “Caduta di Fetonte”, de Pietro Fantini, rivaliza con otras versiones italianas clásicas, pero también españolas, francesas, flamencas, alemanas o inglesas. Nada comparable, de todos modos, al gran “Faetón” del holandés Hendrick Goltzius, basado en una pintura de su compatriota Cornelis Cornelisz van Haarlem y parte de la colección de “los cuatro desgraciados cayentes”, todos precipitándose al suelo después de aspirar a dioses. Claro.
Que Faetón, por cierto, no es el único de Goltzius en caer y en ir poniendo caras y tensando sus músculos y venas a medida que ve el suelo aproximarse. La colección de sus héroes en caída libre la engrosa también nada menos que Ícaro. Un precursor de Otto Lilienthal y del vuelo controlado sin control.
Parece que Goltzius fue el mejor grabador de su época, y un magnífico dibujante, por lo que se ve. Y eso a pesar de una mano derecha severamente mutilada, circunstancia que según los expertos puede que fuera exactamente la clave de su personalidad artística. Aunque también pintaba, de forma discreta, los grabados eran su fuerte. A falta de textura cromática, este señor exaltaba el musculamen de los protagonistas, los tendones, las venas, la piel, la expresión de las caras, siempre teatrales. Y le daba casi igual dibujar “La última cena” que representar a Baco, a Judith con la cabeza recién separada del resto de Holofernes, el centauro Quirón o las mil y una escenas de gimnastas voladores. Se da la venturosa circunstancia de que su última cena, que es un prodigio coral de acción soterrada, es una de las pocas obras clásicas a las que no ha echado el guante ningún cineasta. De momento.
Algunos dibujos del grabador holandés recuerdan a los planos cortos de Leonardo en sus apuntes sobre anatomía, y hay que decir que con la musculatura de Hércules se luce sin tasa. Parecen lecciones de fisiología, cuando no veladas alabanzas a la vigorexia, más que recreaciones artísticas de un héroe divino propiamente dichas.
Pausa dramática. Un café y seguimos. El hilo conductor era la tecnología y cómo enfrentarse a ella, haciendo caso omiso a sombra alguna. La conquista de las interfaces, la resolución del lugar en el que uno está realmente, eso era.
Sí, ya está. Hablábamos sobre el empeño, el tesón, sobre la supervivencia del testimonio heroico más allá del eventual fracaso. Porque, después de todo, este concepto compete exclusivamente a algunos guionistas de Hollywood. El fracaso como tal no existe en el imaginario europeo clásico, al menos no como constancia o sollozo de cómo se defraudan expectativas o cómo se sustancia una humillación. Aquí no se fracasa, aquí se canta ópera con el diafragma y el pecho todo, o sin más se cae al vacío. Y si se cae, se cae cantando ópera, probablemente.
El fracaso es un resumen, está en nuestra esencia y, de puro compatible con la vida, está también en la sonrisa genuina y en la alegría no fingida de l@s modelos publicitari@s. Albert Pla lo detalla en “Mi esqueleto” como no lo ha dicho mejor acaso nadie: el propio Pla, Cervantes y dos más.
Fotografía de portada: “Faetón”, de Hendrick Goltzius, Cortesía de The Metropolitan Museum of Art (www.metmuseum.org)
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