15:16 - Miércoles, 4 Octubre 2023
Bendita tecnología

Hay alrededor de la famosa inteligencia artificial, IA, AI o como queramos llamarla, una serie de puntos de vista, posiciones, adhesiones/repulsas y polos de interés. No debe extrañar que así sea, si tenemos en cuenta que algunos observadores, científicos o no, se llevan las manos a la cabeza, temiendo que a raíz de este asunto se vaya a desencadenar una calamidad nuclear, y hasta que peligre la continuidad de nuestra especie. Claro que por nuestra extinción ya hemos hecho colectiva e individualmente casi todo lo posible, y en cambio no parece tan inminente como auguran los profetas de la catástrofe. O sí: el último en enterarse de que va a morir en un accidente mecánico en el parque de atracciones es el famoso muerto de las sillas voladoras o la montaña rusa, pongamos por caso.

Los fundamentalistas del epílogo sostienen también que con la inteligencia artificial no regulada peligran la ética, el trabajo de millones y hasta las transfusiones de sangre. Natural, evidente. Sin regulación, también los mercados de los lácteos, los cereales o el acero pueden desencadenar crisis insostenibles. La regulación lo es todo. La Ley, sagrada convención entre iguales, es la única garantía. Si no queremos salir a la calle con un machete, como tantas veces se pretende, y sería tan anacrónico, tendremos que demandar la regulación y acatarla cuando sea firme.

Aunque claro, la regulación, como la Ley, requiere la participación de sabios. Y uno ahora mismo no sabe dónde están los verdaderos sabios. No desde luego en la televisión, no por las calles voceando sandeces, no en los partidos y coaliciones que se aprestan, como ha ocurrido siempre, a cargarnos la espalda. Pero supongamos que tales sabios existen, que están disponibles y que con su ayuda fuera posible acometer una regulación coherente y justa de la IA. Imaginemos una inteligencia artificial regulada: no provoca ventajas, no favorece desigualdades, no hace trampas, no puentea acuerdos ni genera privilegios… ¿Entonces para qué gastamos en su día tanto en desarrollarla?

No creo que quepa en el horizonte una IA regulada al gusto de todos, a la medida de la mayoría, en línea con ley alguna, ensamblada con lo decente o lo ético. Ojalá me equivoque, y me equivocaré porque suelo hacerlo.

Y en estas vamos y nos equivocamos. Pensemos en pasado mañana. He aquí una oferta abierta de programas de inteligencia artificial, que el público puede utilizar para fines honorables, porque de los menos honorables ya se encarga la perfidia cracker (que a su vez se encarga de combatir la artillería de Aktios).

Me sigue preocupando una cosa. No ya la intimidad, la legitimidad, el derecho al honor y tantas otras cosas que por supuesto son para preocuparse de ellas. Me preocupa, inocentemente, la propiedad intelectual. Al llamarse intelectual ya parece sospechosa de algo. Tal vez si se identificara con propiedad privada, ya sería otro cantar, porque la propiedad privada goza de gran prestigio, y éste es universal. Si nos paramos a pensar, pocas cosas hay más privadas que el pensamiento, pero la pobre actividad intelectual se muere de intangible.

¿De qué se alimenta la maquinaria de la IA? Las cucarachas se alimentan de células epiteliales, restos de uñas y cabello, de cosas ricas en queratina, y por eso son tan brillantes. Por lo que se dice, la IA se provee de cuanto se ha escrito, compuesto, pintado, fotografiado o en general creado. Por eso también parece brillar, con ese fulgor de baratija que entontece a los lactantes. Se alimenta de tiempo y energía, de vida y esfuerzo humano, y el esfuerzo humano debe ser retribuido, no importa si es mediante la convención de un salario, o a través de la satisfacción inmensa de la gratuidad, del regalo y el acto desprendido. Pero siempre, como requisito sine qua non, con la autorización del autor del esfuerzo y su consentimiento explícito. Yo puedo regalar mi casa a una masái elegantísima, pero me subiré por las paredes si un señor vestido de marrón me arrebata el vespino. O al contrario, en los respectivos órdenes vespino/casa, señor de marrón/masái elegante.

Estoy convencido de que una inteligencia artificial es incapaz de producir poesía. Podrá acaso producir chistes (rebuscados y malos, seguro), guiones malos perfectamente aptos para convertirse en películas malas, artículos banales para periódicos prescindibles, imágenes falsas para solaz y carcajada de los peones del caos, y basura de toda índole entre verdades a medias, porque la IA sí que tiene uno de los tres ingredientes necesarios para la creación: la inteligencia computacional. Pues bien, podrá hacer todo eso, pero no poesía.

Dado que un programa o sistema de IA no puede producir poesía, lo último que debe hacer el poeta es comunicarse con la máquina, atraído por esos tontos cantos de sirena, y soltarle confiadamente sus penúltimos hallazgos en la aventura del metro y el verbo. Porque la máquina, eso sí, podrá guardar, archivar y más tarde replicar su poesía, por más que sea incapaz de reconocer la belleza que pudiera contener. Es como un guacamayo medio sordo, que escucha y memoriza un aria de Purcell, pero es incapaz de sobrecogerse. Como es lógico.

Si algo hay en peligro ahora mismo, es la propiedad intelectual, la integridad de la creación legítima. Porque los programas al uso devoran creación original, fagocitan sus nutrientes y brindan después a su costa hatillos de inspiración a demanda. Inspiración gratuita y desenfocada, claro está, como en el plagio de toda la vida, como en el copia-pega de más baja calaña. ¿El resultado parece una segunda creación a partir del original? Pues no: más que un nuevo alumbramiento es el residuo de una digestión abominable.

En definitiva, tolerar esto, en el sentido de no regularlo, es como malgastar el agua o fantasear con que los recursos son infinitos: más pronto que tarde vendrá a vernos el del contador, y esta vez ya no se arreglará con dinero.

Fotografía de portada de www.freepik.es

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